El origen del Lete.

Mito sobre un mito.

Lucía
5 min readSep 19, 2023

Fruto de la unión de Afrodita, diosa del amor, y su hermano Apolo, la belleza, nacieron Domófonos y Amnesis; queriendo salvarlos de la envidia de los dioses y de las pasiones mortales pidieron a Gea que crease un jardín donde pudieran vivir en paz. Conmovida por las criaturas accedió, y de las lágrimas que rodaron por sus mejillas al contemplarlos hizo florecer un vergel. Allí crecieron, vigilados desde el cielo por su padre, bebiendo néctar de las flores y teniéndose mutuamente como única compañía: en el reflejo de los ojos del otro descubrieron sus propios rasgos.

Así fue hasta el crepúsculo de la infancia, cuando sintieron despertar en su interior una urgencia hasta ese momento desconocida; una llamada al mundo donde las cosas, en lugar de permanecer, sucedían para no repetirse jamás; de modo que aguardaron a que Apolo se durmiera y Domófonos escapó del jardín, con la promesa de contar todo cuanto viera a Amnesis a su regreso. Sin embargo, Ares, dios de la guerra y amante de Afrodita, sorprendió a Domófonos mientras se dirigía al reino de los hombres. No tardó en reconocer los ojos que tanto amaba en aquel rostro, y en un arrebato de furia, los cerró para siempre.

A la mañana siguiente, con la salida del Sol, el aberrante crimen fue descubierto. Amnesis arremetió contra su padre: trepó hasta la copa de los árboles y con las hebras de luz dorada que le acariciaban los párpados, hinchados por el llanto, hizo una cuerda para derribarlo:

-¿¡Cómo puedes hacer que pasen los días!? ¿¡Cómo te atreves!?

Apolo, malherido, se fue del jardín, que quedó desde entonces sumido en una noche tan perenne como hasta entonces lo había sido el día. La visión de las tinieblas dio a Amnesis una idea; caminó durante días y expuso su caso al dios del inframundo, pero fue en vano:

-Domófonos jamás llegó a abandonar el jardín.

Al ver que aquello no quería decir nada para aquella criatura desesperada, insistió Hades:

-Nada queda de su paso por el mundo.

-Mas que el amor que yo le tengo, que se me enquista y me envenena.

-Quizá. Pero el querer es asunto de los vivos, y eso no tiene cabida en el averno. No puedo devolverte su alma porque no es a mi a quien pertenece.

Amnesis supo que era cierto. Había en su pecho desde la muerte de su hermano dos corazones, uno latente, otro pétreo. Pero aquel cuerpo que ya no sentía completamente suyo le resultaba, al mismo tiempo un profundo vacío en el que Domófonos se perdía, y demasiado pequeño para contener el dolor de su ausencia. Podía verlo cada vez que cerraba los ojos, pero se esfumaba entre los dedos cuando trataba de alcanzarlo. ¿Qué crimen había cometido, pensaba, que mereciera tal penitencia?

Perdida toda esperanza, regresó a la oscuridad que había convertido en su guarida. Para entonces, y siendo Amnesis ignorante de ello, el mundo de los dioses se había sumido en un caos solo comparable al desencadenado, en consecuencia, sobre el de los mortales. Haciéndose eco de su duelo, y justicia de la muerte de la más inocente de las criaturas, el néctar de ambrosía se negaba a brotar de las flores: las deidades estaban marchitas, la tierra árida, los mares secos, los hombres muertos. Afrodita sabía que era solo cuestión de tiempo que Ares lograse convencer a Zeus, rey del Olimpo, de que lo dejase completar su venganza; Apolo, aún resentido, se negaría a posicionarse. Cuando recurrió a Hefesto, su deforme pero bondadoso marido, la diosa apenas podía tenerse en pie:

-No te amo. Jamás lo he hecho y jamás lo haré, bien lo sabes; si en algo te he sido sincera, ha sido en esto. Nunca te lo he ocultado, ni tampoco a mis bastardos. Pero tampoco tú me has ocultado nunca que me adoras y harías cualquier cosa por mi. No volveré a ser feliz si Amnesis muere, pero si vive todos nosotros dejaremos de hacerlo. Apolo es un cobarde, Ares un traidor, y te juro que si también tú me decepcionas me iré del Olimpo; pero antes os habré arrancado a todos las entrañas con los dientes.

Hefesto, a quien más le aterraba su marcha que la muerte, accedió de inmediato a ayudarla en cualquier cosa que pidiera. Y sin embargo, cuando llegaron junto a Amnesis, que yacía inconsciente en el suelo, y su esposa le susurró el plan al oído, se horrorizó:

-Es la única manera. Al igual que hiciste en el parto de Atenea, hundiendo la hoja de tu hacha en el cráneo de nuestro padre, le sacarás el dolor de dentro.

-A él lo quería muerto. ¿Pero a esta criatura, tu viva imagen? Antes perecerá el mundo que yo le arrebate su significado.

Diciendo esto, tiró su hacha al suelo y se marchó.

Afrodita quiso correr tras él para obligarlo a cumplir su promesa, para matarlo, tal vez para ambas, pero ya era tarde para aquello. Con su último aliento blandió el arma por encima de la cabeza, y al fallarle finalmente las piernas, los brazos cayeron seguidos de una estela plateada.

La violencia del impacto sacó a Amnesis de su letargo; cuando abrió los ojos creyó que aún dormía, porque frente a ellos se encontraba la sustancia de sus sueños.

-¿Domófonos…?

Todos los retazos de aquel ser, que había captado con la mirada y que conocía tan íntimamente como el suyo propio, se superponían y daban vida a un fantasma. Era su Domófonos, tan cercano, como la memoria pudo conjurarlo, a aquel cuerpo querido que nunca volvería a sostener. Pues cuando Amnesis estiró los dedos para rozarlo, la forma se escurrió entre sus dedos; pero empapó el suelo, esparciéndose por el jardín. Su presencia tomó los árboles de los que en vida se había alimentado, el sabor de las uvas; el recuerdo amputado sangró lágrimas a través de los ojos que lo contemplaron en vida, y estas sirvieron de abono a las flores de ambrosía. Amnesis lloró como (lo que era:) una criatura recién nacida, durante lo que le parecieron un millón de años. Cuando encontró las fuerzas para parar, a sus pies se había formado un arroyo cristalino.

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No, los muertos no mandan / quien manda es la vida, y sobre la vida, el amor.

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